Después de leer el ensayo de Pablo Astudillo Manifiesto por la ciencia, publicado recientemente en una coedición entre Catalonia y Editorial Ciencia & Vida, se me han quedado grabados algunos planteamientos que me parecen claves del texto: 1) no tiene nada que ver con el Manifiesto comunista de Karl Marx (SPOILER ALERT), y nos han soplado que este Marx no es hermano de Groucho, Chico y Harpo, como creíamos; 2) la ciencia es fundamental para el desarrollo y el bienestar de la sociedad; 3) en Chile no hay suficiente inversión (un estancadísimo 0,4% del PIB como inversión para investigación y desarrollo en Chile, contra un 2%, 3% y hasta 4% de su PIB en países desarrollados) ni incentivos para la investigación científica; 4) quienes se han encargado de elaborar políticas de desarrollo científico en Chile han sido tan competentes como la empresa a cargo de la construcción del puente Cau-Cau; y 5) claramente, las siglas no ayudan a mejorar la situación planteada en el punto 3: Conicyt, Plandecyt, Fondecyt, Fondap, Innova, Corfo, Fondef, Mecesup, ICM, CNIC, CNID, Fontec y FDI son sólo algunas de las siglas (de instituciones, iniciativas, programas, planes, fondos y quién sabe qué más) que han estado asociadas a la ciencia en Chile en el último cuarto de siglo. Y eso que no hemos mencionado los ministerios.
O sea, la escuálida política de ciencia y tecnología chilena ni siquiera tiene algún tipo de unidad que le dé sentido. Así es que sus iniciativas están tan desordenadas como lo estaría una biblioteca administrada por el demonio de Tasmania (aunque la leche de demonia podría sernos útil para combatir la resistencia de bacterias)
«Bueno», se dirá usted, «¿y eso a mí qué me importa? ¿Por qué deberían pasarle más plata del 19% adicional que le cargan al pan para darle en el gusto a un puñado de hombres y mujeres jugando en sus laboratorios? ¿Por qué hacer ciencia en Chile, si todos los avances tecnológicos, médicos y lo que sea se hacen en países desarrollados? Y, por último, si van a financiar a esos holgazanes con mis impuestos, ¿no debería la gente decirle que investiguen para hacer cosas útiles, como acabar con la delincuencia o los terremotos?».
Precisamente, esas son algunas de las preguntas fundamentales que cruzan todo el libro de Astudillo. ¿Debe la sociedad financiar la labor científica? Y, si la financia, ¿debe orientarla hacia lo que considera mejor?
Estúpido, mi ciencia, idiota
El autor quizás le suene porque es uno de los fundadores de + Ciencia Para Chile, movimiento creado en 2010 que busca, entre otros objetivos, que el Estado cree un Ministerio de Ciencia y Tecnología. El movimiento ha sido muy crítico con las políticas en ciencia y tecnología, y ha tratado de influir en ellas exponiendo en el Congreso Nacional y formando parte de comisiones asesoras presidenciales, entre otras acciones.
Astudillo aboga también por las y los jóvenes que intentan iniciar su carrera en la investigación científica luego de terminar su doctorado a través del programa Becas Chile y Becas Nacionales. Este programa exige que las personas becadas (tanto en Chile como en el extranjero) se queden en nuestro país algunos años luego de terminar sus estudios. Sin embargo, la baja inversión en ciencia, lo limitado de las plazas académicas en las universidades y el casi nulo interés de las empresas privadas para contratar doctores es un cóctel nefasto que favorece la cesantía de jóvenes con talento, o que les empuja a no cumplir con su parte del trato y quedarse en el país donde hicieron su doctorado. Y es algo entendible: si usted hizo un doctorado en ingeniería aeroespacial y le ofrecen trabajo en la NASA, ¿por qué regresaría a Chile? ¿Para fabricar cohetes con pólvora y papel de aluminio?
Todos estos son problemas de diseño de las políticas públicas en ciencia y de las incontables instituciones, planes y programas desperdigados al menos en cuatro ministerios distintos. Cada ministerio tiene su propia visión de lo que debería hacer la ciencia y cómo debe organizarse. Y lo más bizarro de todo es que en la historia reciente la comunidad científica ha estado prácticamente ausente del diseño de estas políticas públicas. O sea, son precisamente las y los científicos quienes menos han intervenido en la institucionalidad de la ciencia en Chile, al menos desde el regreso de la democracia.
Entonces, ¿quiénes la han construido?
Los villanos principales del libro de Astudillo: los economistas.
La ciencia quiere ser libre como el viento
Si tuviéramos que decir cuáles son los grupos más influyente en las políticas públicas chilenas desde la década del 2000, no cabe duda de que Expansiva estaría en los primeros lugares (si es que no se encuentra sentado en el trono). Los miembros de este think tank de la ex Concertación impulsaron la idea de que la ciencia no se preocupaba de investigar los problemas esenciales del país, postulando que sus esfuerzos debían tener justificación económica y estar orientados a aumentar la productividad. Algo que puede sonar perfectamente sensato... para quienes no entienden cómo funciona la investigación científica.
Volvamos atrás en el tiempo.
En 1970, una monja radicada en Zambia, la hermana Mary Jucunda, le escribió una carta a uno de los directores científicos de la NASA. La monja no podía entender que Estados Unidos gastara miles de millones de dólares en un programa de exploración espacial mientras tantos niños mueren de hambre en este planeta. Cuenta la historia que este hombre, el doctor Ernst Stuhlinger, le respondió con una carta que se ha convertido en una apología a la labor de la ciencia (le invitamos a leer la carta completa aquí).
Stuhlinger recuerda, por ejemplo, que el descubrimiento de las bacterias y la forma en que se transmiten las enfermedades fue realizado por personas «ociosas» que se dedicaban a jugar con un aparato óptico llamado microscopio. Que una producción de alimentos mayor y más eficiente ha sido posible gracias a la investigación en agricultura. Y podríamos agregar que, hoy en día, la investigación en genética ha permitido desarrollar productos agrícolas más resistentes a las plagas, las sequías y las heladas, lo que nos da una pieza adicional para resolver el rompecabezas del hambre mundial.
«Bueno», se dirá usted, «entonces financien la ciencia, pero que se dediquen a cosas útiles para la humanidad». El problema es que esto asume que la ciencia es como esos programas de televisión en que al participante le hacen escoger entre un auto cero kilómetros, un maletín de billetes, o lo que esconde el animador en su bolsillo. En la investigación científica, para alcanzar el «auto» el grupo de investigadores (porque prácticamente siempre trabajan en equipo) debe sortear un montón de obstáculos, responder incontables preguntas, realizar experimento tras experimento y, para cuando acaben, quizás ni siquiera encuentren un auto, sino una caja llena de diarios viejos. Por otra parte, si investigan «lo que el animador tiene en su bolsillo», quizás encuentren una roca. Pero si la investigan con microscopios, la rompen, la hacen hervir y la hacen pasar por mil procesos distintos, podrían de pronto descubrir un material que emite un tipo de energía que no entienden bien, pero que podría revolucionar el mundo (algo así le pasó a Marie Curie).
La ciencia no son puertas cerradas que esconden premios, ni tampoco un cuerpo de conocimientos. Carl Sagan afirma que «la ciencia es una manera de pensar», mientras que Isaac Asimov dice que «la ciencia es un mecanismo [...]. Es un sistema para testear nuestros pensamientos contra el universo y ver si calzan» (ambas citas han sido extraídas de la página 19 del libro de Astudillo). Y, podríamos agregar, la ciencia está impulsada por la curiosidad humana: el anhelo de saber qué hay más allá de aquella colina, cómo es el clima de Marte, cuál es el origen de la vida...
Preguntas que abren otras preguntas
La ciencia funciona haciéndose preguntas sobre el mundo y luego aplicando el método científico para responderlas. Sin embargo, ocurre muy seguido que el científico o científica descubre cosas que no estaba buscando. Así, por ejemplo, la computación moderna le debe muchísimo a la exploración espacial, que debía desarrollar tecnología pequeña, liviana y cada vez más potente para mejorar las computadoras de navegación de las naves espaciales, los satélites y las sondas automáticas que exploran nuestro sistema solar. La medicina le debe muchísimo también a la física: las máquinas de rayos X, la resonancia magnética y muchos otros implementos médicos jamás habrían sido desarrollados sólo por la medicina.
Sin embargo, a estos resultados se puede llegar recorriendo distintos caminos. Utilizando clasificaciones de uso habitual en el último tiempo, Astudillo menciona dos «tipos» de ciencia de acuerdo al objetivo que las impulsa: 1) «ciencia motivada por curiosidad», en la que el investigador o investigadora decide explorar un tema de su interés y ver qué descubre; y 2) «ciencia orientada por misión», en la que son agentes externos los que proponen el tema a investigar con el fin de resolver un aspecto específico del problema.
Astudillo también explica que la ciencia se puede clasificar como «ciencia básica» (destinada a generar conocimiento fundamental) y «ciencia aplicada» (que busca generar soluciones aplicadas a un determinado problema).
Por supuesto, estas clasificaciones son modelos sencillos para entender procesos complejos. Y, además, son combinables. O sea, se puede hacer ciencia básica por misión o por curiosidad, y lo mismo con la ciencia aplicada. Todos estos tipos de ciencia e investigación son necesarios en la sociedad: no es evidente que alguno sea más «efectivo» o más «beneficioso» que el otro. Y, por lo tanto, todos deberían ser incentivados.
Pero, de cualquier forma, la ciencia, cuando obtiene resultados, beneficia a la sociedad entera en forma mucho mayor a la inversión que se hizo en ella, aunque su impacto es difícil de cuantificar (2). Es decir, la ciencia genera bienestar y riqueza... Aunque es cierto que también genera problemas (contaminación, bacterias resistentes a los antibióticos...). Por suerte, muchos de estos problemas pueden solucionarse con más ciencia... Aunque ciertamente no todos.
De hecho, hay muchas complicaciones de la civilización que no se resuelven sólo con ciencia, y el mismo Stuhlinger lo reconoce. Por ejemplo, y siguiendo con el ejemplo del hambre en el mundo, ¿cómo se sentiría el gobierno y la población de un país pequeño si un país grande y poderoso (que ha desarrollado magníficas técnicas para producir mucho alimento no perecible de buena calidad) enviara enormes cargamentos de comida? ¿No lo verían como una amenaza a su soberanía o se sentirían obligados a dar algo a cambio? ¿Qué pasaría si la elite del pequeño país decide no darle la comida a su pueblo, sino venderla, marginando aun más a la gente pobre? ¿Qué pasa si lo cambian por armas para enfrentar una guerra civil?
Pero, volviendo a lo nuestro, existen distintos tipos de ciencia y distintos objetivos para orientar la misma. Y, como todos son importantes, Astudillo plantea que resultaría contraproducente impulsar sólo algunos y menospreciar los otros.
Así es que no, economistas. Mejor váyanse para la casa y déjenle las políticas públicas en ciencia a quienes saben hacerlas, como... como...
*Pasa una planta rodadora*
La revolución de las probetas
Ese es otro de los problemas que identifica Astudillo: no hay muchas personas capacitadas ni interesadas en elaborar estas políticas públicas.
«¿Y los científicos?», se preguntará usted.
Bueno, están bien ocupados. Haciendo investigación científica.
La lógica de la productividad ha permeado tanto en la comunidad científica, que lo único que cuenta para ellos y ellas es la cantidad de artículos que publican y la cantidad de inventos que patentan(3). Involucrarse en divulgación científica, en el desarrollo de políticas públicas o incluso dedicarle tiempo a perfeccionar las habilidades de docencia universitaria es visto como un suicidio académico o, en el mejor de los casos, como una pérdida de tiempo. De acuerdo a Astudillo, tampoco ayuda el hecho de que la comunidad científica se muestra poco unida e incapaz de trabajar en conjunto para ordenar un poco esta situación.
Sin instituciones orientadas a apoyar el trabajo de la ciencia, resulta difícil hacer ciencia de calidad. Pero para tener instituciones, se necesitan recursos. Para tener mayores recursos, las autoridades políticas y la población deben saber lo importante que es la inversión en ciencia. Digamos que, hoy en día, se puede justificar aumentos en el presupuesto de la previsión social, de la educación, de la salud y hasta en la «lucha contra la delincuencia», pero la ciencia no parece un asunto prioritario para la ciudadanía.
Astudillo plantea entonces la necesidad de que la comunidad científica no sólo se involucre en política, sino también en la divulgación de la ciencia. Mostrar los descubrimientos e inventos que se realizan en Chile, desbancar a los charlatanes y chapuceros que se han tomado los medios de comunicación y que provocan confusión, haciéndole creer a la gente que se pueden predecir los terremotos o que las vacunas son dañinas. ¿Quiénes son más conocidos en Chile? ¿Los premios nacionales en ciencia o los astrólogos y tarotistas de turno?
Por estas y otras muchas razones, le recomendamos leer Manifiesto por la ciencia. El ensayo, además de desarrollar todos estos temas mucho mejor de lo que podemos hacerlo en un comentario como este, es un fascinante recuento de la historia de las políticas públicas en ciencia. También explica en profundidad cómo funciona la investigación, cuántas personas (además de las científicas y científicos) trabajan en ámbitos asociados a la ciencia y por qué la comunidad científica y la ciudadanía entera no puede quedarse ajena a este debate. Un debate que, esperamos, cobre cada vez más fuerza en el futuro próximo.
Manifiesto por la ciencia
Manifiesto por la ciencia. Un nuevo relato para la ciencia en Chile
Editorial Catalonia y Editorial Ciencia & Vida
Santiago de Chile
183 páginas
Referencias
[1] Arturo Quirantes. ¿Por qué explorar el espacio? – Carta traducida de la original de Ernst Stuhlinger [Internet]. Naukas. 2012. Disponible en: http://naukas.com/2012/08/08/por-que-explorar-el-espacio-carta-traducida-de-la-original-de-ernst-stuhlinger/
[2] Chile. Ciencia y tecnología en Chile: ¿para qué? [Internet]. Providencia, Santiago: Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica; 2010. 127 p. Disponible en: http://www.conicyt.cl/wp-content/uploads/2012/07/CyTConicytparaque.pdf
[3] Seema Rawat, Sanjay Meena. Publish or perish: Where are we heading? J Res Med Sci. febrero de 2014;19(2):87–9.