Hacia el mediodía, la cosa está clara. Sobre todo Minsk se cierne una nube radiactiva. Establecimos que la actividad era yódica. Es decir, la avería se había producido en algún reactor.
La primera reacción fue llamar a mi mujer a casa y avisarle. Pero todos nuestros teléfonos del instituto están pinchados. ¡Oh, este eterno miedo! Un miedo que te han metido durante decenios. Aunque esta gente de allí aún no sabe nada. Mi hija se va a pasear con sus amigas por la ciudad después de sus clases en el conservatorio. Comen helados. [...]
—Escúchame con atención.
—¿De qué me hablas? —me preguntó en voz alta mi mujer.
—Más bajo. Cierra las ventanas; mete todos los alimentos en bolsas de plástico. Ponte guantes de goma y pásale un trapo húmedo a todo lo que puedas. El trapo también lo metes en una bolsa y lo tiras cuanto más lejos mejor. La ropa tendida, ponla de nuevo a lavar. No compres más pan. Y nada de pastelillos en la calle.
—¿Qué os ha pasado?
—Más bajo. Disuelve dos gotas de yodo en un vaso de agua. Lávate la cabeza.
—¿Qué?
Pero yo no la dejo acabar y cuelgo. Ya se hará cargo; también ella trabaja en nuestro instituto.
S. Alexiévich, Voces de Chernóbil, Santiago de Chile: Debate, pp. 304-305
Este es uno de los testimonios recabados por la Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil: crónica del futuro. No es el más impactante, pero sí uno de los que da cuenta de otra dimensión del desastre de Chernóbil: el analfabetismo científico.
El analfabetismo científico no significa sólo una mala educación en ciencias. También significa, por ejemplo, que la ciencia y la comunidad científica estén sometidas a una autoridad jerárquica, como lo era el poder político de la Unión Soviética. Una jerarquía, además, altamente militarizada.
La comunidad científica, no obstante, no responde a las jerarquías. No hay dioses ni diosas en la ciencia: da igual que Newton desarrollara el cálculo diferencial y la ley de gravitación universal. Einstein lo consideraba un igual y, por lo tanto, pudo cuestionar sus conclusiones a la luz de la evidencia existente, para construir nuevos paradigmas que se ajustaran mejor a ésta.
Pero esta visión era incompatible con la estructura social y política de la Unión Soviética. Y es por ello que, tal como lo relata Alexiévich, la ciencia no encontraba apoyo en las cúpulas de poder para evacuar ciudades, repartir comida no contaminada y enseñar a la población a protegerse de la radiactividad.
El miedo al caos era más fuerte que el miedo a la muerte.
Un peligro invisible
Bielorrusia es probablemente la nación más afectada por el accidente de Chernóbil, aunque nunca ha tenido una central nuclear en su territorio. Su población es principalmente rural y, en los años 1990, un 20% de su gente aún habitaba en áreas contaminadas.
La radiación es invisible, inodora, impalpable. Se acumula en el metal, en la ropa, en los alimentos, en la tierra, en los seres vivos. Destruye tejidos, provoca tumores y no, no da ningún superpoder (buh). El accidente de Chernóbil ocurrió durante una hermosa primavera en la Unión Soviética, cuando los bosques estaban más verdes, las flores salpicaban de colores los prados y las cosechas eran generosas.
Todo eso «ardía» de radiación. Y la gente no era consciente de ello.
No era sólo que los científicos se sentían vigilados por la policía secreta y las autoridades políticas (que buscaba minimizar los hechos para «no causar pánico»): incluso si les advertían del peligro («no beban leche, no coman carne, no coman sus manzanas ni sus cereales...»), los hombres y mujeres del campo no lo entendían. ¿Cómo podían ser venenosas esas papas espléndidas que acababan de cosechar? ¿Y qué era esa «radiación» invisible que se suponía te mataría en cinco, diez o veinte años?
Alexiévich recoge una diversidad de relatos de personas que vivieron la catástrofe desde distintas perspectivas. Con ellos pinta el ocaso de la Unión Soviética: un Estado donde la fe en la ciencia es absoluta, pero casi no hay cultura científica. La gente asociaba el poder del átomo con las bombas nucleares o las ampolletas encendidas, no con la radiactividad.
Ni siquiera los políticos eran conscientes de ese peligro: una de las voces que muestra la escritora es precisamente de un secretario del Comité Regional del Partido que trataba de traidores, cobardes y alarmistas a quienes llamaban a evacuar. Hasta les obligaba a dejar el carné del Partido sobre la mesa. Él mismo se quedó en territorio contaminado y alimentó a su familia con comida radiactiva para demostrar a la gente que no había nada que temer:
Usted lo habrá olvidado... pero entonces... las centrales nucleares eran el futuro. Más de una vez intervine. Hice propaganda. Había estado en una central nuclear: un silencio solemne. Todo limpio. En un rincón, banderas rojas y banderines de «Vencedor de la emulación socialista». Era nuestro futuro.
Vivíamos en una sociedad feliz. Nos habían dicho que «éramos felices» y éramos felices. Yo era un hombre libre y ni siquiera se me ocurría pensar que mi libertad no era tal. Ahora, en cambio, nos han borrado de la historia, como si no hubiéramos existido. Ahora estoy leyendo a Solzhenitsin... Creo que... [Calla.] Mi nieta tiene leucemia. He pagado por todo. Un precio muy alto.
Yo soy un hombre de mi tiempo. No soy un criminal.
Ibídem, p. 345
El libro de Alexiévich es una de esas obras completas que puede ser vista desde muchos puntos de vista. El heroísmo de quienes sacrificaron su vida por detener la fuga de radiación; el autoritarismo de un régimen que enviaba a las personas a llenarse de tumores protegidas por inútiles trajes de goma; la inconsciencia de quienes se robaban todo (hasta las puertas de las casas) de las zonas contaminadas para revenderlo en otras partes de la Unión Soviética; el horror de los cientos de miles de niñas y niños afectados por la radiación...
Pero en esta reseña, quiero destacar otro punto: la advertencia para nuestra sociedad. La ciencia nos abre infinitas posibilidades de desarrollo para la humanidad. Mejora nuestra calidad de vida, controla y erradica enfermedades, nos permite viajar al espacio... Pero los seres humanos seguimos siendo seres humanos: nuestras mezquindades, nuestros dogmas, nuestra ignorancia y las dificultades que tenemos para comprender los efectos de «cosas» invisibles (como la radiación o los microorganismos) pueden provocar desastres difíciles de prever.
Por ello, la cultura científica es tan importante: no sólo nos da las herramientas necesarias para entender mejor el mundo que nos rodea, sino que también nos hace conscientes de nuestros propios sesgos de visión. La ciencia se sostiene en el escepticismo, en el cuestionamiento constante de lo que creemos saber, utilizando el método científico para estos fines. En no dejarse engañar por las apariencias y aceptar que, por orgullo, por tozudez, por creencias infundadas o por seguir ciegamente las jerarquías, incluso el más sabio de los seres humanos puede abrir una caja de Pandora.
National Geographic: una visita a la zona de exclusión de Chernóbil.
Mas información en www.exploringthezone.com
Voces de Chernóbil: crónica del futuro
Editorial Debate
Santiago de Chile
406 páginas